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Trifón dispuso toda su caballería para ir, pero aquella noche cayó tanta nieve que no pudo avanzar. Por eso partió y se fue a Galaad. (I Macabeos 13, 22)
Entonces Onías, considerando que aquella rivalidad era peligrosa y que Apolonio, hijo de Menesteo, gobernador de Celesiria y de Fenicia, fomentaba la maldad de Simón, (II Macabeos 4, 4)
Por eso algunos tirios, indignados por aquella maldad, se encargaron de darles una espléndida sepultura. (II Macabeos 4, 49)
Ante esto, todos rogaban que aquella aparición fuera señal de buen augurio. (II Macabeos 5, 4)
Incomparablemente admirable y digna del más glorioso recuerdo fue aquella madre que, viendo morir a sus siete hijos en un solo día, soportó todo valerosamente, gracias a la esperanza que tenía puesta en el Señor. (II Macabeos 7, 20)
Cuando ya estaba completamente exangüe, se arrancó las entrañas y, tomándolas con ambas manos, las arrojó contra aquella gente. Así, invocando al Señor de la vida y del espíritu para que un día se las devolviera, murió aquel hombre. (II Macabeos 14, 46)
Un hijo necio es la tristeza de su padre y la amargura de aquella que lo engendró. (Proverbios 17, 25)
Bien podía tu mano omnipotente -aquella que creó el mundo de una materia informe- enviar contra ellos una multitud de osos o de leones feroces, (Sabiduría 11, 17)
Ningún fuego tenía fuerza suficiente para alumbrar, ni el resplandor brillante de las estrellas lograba iluminar aquella horrible noche. (Sabiduría 17, 5)
Solamente brillaba para ellos una masa de fuego que se encendía por sí misma, sembrando el terror, y una vez desaparecida aquella visión, quedaban aterrados y consideraban lo que habían visto peor de lo que era. (Sabiduría 17, 6)
Aquella noche fue dada a conocer de antemano a nuestros padres, para que, sabiendo con seguridad en qué juramentos habían creído, se sintieran reconfortados. (Sabiduría 18, 6)
Pero cuando hayan pasado los setenta años, yo castigaré por su iniquidad al rey de Babilonia y a aquella nación -oráculo del Señor- así como también al país de los caldeos, y los convertiré en desolaciones perpetuas. (Jeremías 25, 12)