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Veamos ahora a un alfarero: moldea concienzudamente la blanda arcilla, modela para nuestra utilidad toda clase de objetos. De la misma masa saca utensilios destinados a usos nobles y otros, a usos ordinarios. ¿Para qué servirá tal o cual cántaro? Eso lo decide el alfarero. (Sabiduría 15, 7)
El temor del Señor es nuestra gloria y de ello podemos estar orgullosos; es la alegría y la corona de los vencedores. (Sirácides (Eclesiástico) 1, 11)
Nuestra propia intuición ve a veces más claro que los siete centinelas que vigilan en lo alto. (Sirácides (Eclesiástico) 37, 14)
Siete mujeres se pelearán por un solo hombre en ese día, y le suplicarán: «Nos alimentaremos por nuestra cuenta, y lo mismo nos vestiremos nosotras, permítenos solamente llevar tu apellido, para salvar así nuestra honra.» (Isaías 4, 1)
¡Yavé, ten compasión, pues en ti esperamos! Sé tú nuestro apoyo, por la mañana, y nuestra salvación en el tiempo de la angustia. (Isaías 33, 2)
Oh Señor, ven a salvarme, y tocaremos para ti las cuerdas del arpa en la casa del Señor todos los días de nuestra vida. (Isaías 38, 20)
Todos nosotros gruñimos como osos y gemimos como palomas. Esperábamos que nos hicieran justicia, pero nada, o que llegara nuestra salvación, pero permanece lejos de nosotros. (Isaías 59, 11)
¿Y puedes tú, Yavé, no conmoverte al ver estas cosas? ¿Durará tu silencio y será mayor nuestra humillación? (Isaías 64, 11)
El dios infame se comió el fruto del trabajo de nuestros padres desde nuestra juventud, sus ovejas y sus vacas, sus hijos e hijas. (Jeremías 3, 24)
¡Acostémonos en nuestra vergüenza y que nos cubra nuestra propia confusión! Porque nuestros padres, y nosotros desde nuestra juventud, hemos pecado contra Yavé, nuestro Dios, y no hemos escuchado su voz.» (Jeremías 3, 25)
Declárenle la guerra: ¡Ea, ataquemos al mediodía! Qué mala suerte la nuestra, pues el día ya se acaba y la tarde extiende sus sombras. (Jeremías 6, 4)
¿Hasta cuándo estará de luto el país? ¿Permanecerá seco el pasto de los campos? Aves y bestias ya han perecido por causa de la maldad de los hombres, pues ellos dicen: «Dios no ve nuestra conducta.» (Jeremías 12, 4)