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Había en Jerusalén judíos piadosos, venidos de todas las naciones del mundo. (Hechos 2, 5)
Entonces, Pedro poniéndose de pie con los Once, levantó la voz y dijo: «Hombres de Judea y todos los que habitan en Jerusalén, presten atención, porque voy a explicarles lo que ha sucedido. (Hechos 2, 14)
Al día siguiente, se reunieron en Jerusalén los jefes de los judíos, los ancianos y los escribas, (Hechos 4, 5)
diciendo: «¿Qué haremos con estos hombres? Porque no podemos negar que han realizado un signo bien patente, que es notorio para todos los habitantes de Jerusalén. (Hechos 4, 16)
La multitud acudía también de las ciudades vecinas a Jerusalén, trayendo enfermos o poseídos por espíritus impuros, y todos quedaban curados. (Hechos 5, 16)
«Nosotros les habíamos prohibido expresamente predicar en ese Nombre, y ustedes han llenado Jerusalén con su doctrina. ¡Así quieren hacer recaer sobre nosotros la sangre de ese hombre!». (Hechos 5, 28)
Así la Palabra de Dios se extendía cada vez más, el número de discípulos aumentaba considerablemente en Jerusalén y muchos sacerdotes abrazaban la fe. (Hechos 6, 7)
Saulo aprobó la muerte de Esteban. Ese mismo día, se desencadenó una violenta persecución contra la Iglesia de Jerusalén. Todos, excepto los Apóstoles, se dispersaron por las regiones de Judea y Samaría. (Hechos 8, 1)
Cuando los Apóstoles que estaban en Jerusalén oyeron que los samaritanos habían recibido la Palabra de Dios, les enviaron a Pedro y a Juan. (Hechos 8, 14)
Y los Apóstoles, después de haber dado testimonio y predicado la Palabra del Señor, mientras regresaban a Jerusalén, anunciaron la Buena Noticia a numerosas aldeas samaritanas. (Hechos 8, 25)
El Ángel del Señor dijo a Felipe: «Levántate y ve hacia el sur, por el camino que baja de Jerusalén a Gaza: es un camino desierto». (Hechos 8, 26)
Él se levantó y partió. Un eunuco etíope, ministro del tesoro y alto funcionario de Candace, la reina de Etiopía, había ido en peregrinación a Jerusalén (Hechos 8, 27)