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La Iglesia de Babilonia, que ha sido elegida como ustedes, los saluda, lo mismo que mi hijo Marcos. (I Pedro 5, 13)
Salúdense los unos a los otros con un beso de amor fraternal. Que descienda la paz sobre todos ustedes, los que están unidos a Cristo. (I Pedro 5, 14)
Lleguen a ustedes la gracia y la paz en abundancia, por medio del conocimiento de Dios y de Jesucristo, nuestro Señor. (II Pedro 1, 2)
Gracias a ella, se nos han concedido las más grandes y valiosas promesas, a fin de que ustedes lleguen a participar de la naturaleza divina, sustrayéndose a la corrupción que reina en el mundo a causa de los malos deseos. (II Pedro 1, 4)
Porque si ustedes poseen estas cosas en abundancia, no permanecerán inactivos ni estériles en lo que se refiere al conocimiento de nuestro Señor Jesucristo. (II Pedro 1, 8)
Por eso yo les recordaré siempre estas cosas, aunque ustedes ya las saben y están bien convencidos de la verdad que ahora poseen. (II Pedro 1, 12)
Y haré todo lo posible para que, después de mi partida, ustedes se acuerden siempre de estas cosas. (II Pedro 1, 15)
Así hemos visto confirmada la palabra de los profetas, y ustedes hacen bien en prestar atención a ella, como a una lámpara que brilla en un lugar oscuro hasta que despunte el día y aparezca el lucero de la mañana en sus corazones. (II Pedro 1, 19)
En el pueblo de Israel hubo también falsos profetas. De la misma manera, habrá entre ustedes falsos maestros que introducirán solapadamente desviaciones perniciosas, y renegarán del Señor que los redimió, atrayendo sobre sí mismos una inminente perdición. (II Pedro 2, 1)
Llevados por la ambición, y valiéndose de palabras engañosas, ellos se aprovecharán de ustedes. Pero hace mucho que el juicio los amenaza y la perdición los acecha. (II Pedro 2, 3)
sufriendo así el castigo en pago de su iniquidad. Ellos se deleitan entregándose a la depravación en pleno día; son hombres viciosos y corrompidos, que se gozan en engañarlos mientras comen con ustedes. (II Pedro 2, 13)
Pero ustedes, queridos hermanos, no deben ignorar que, delante del Señor, un día es como mil años y mil años como un día. (II Pedro 3, 8)