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del juramento que hizo a nuestro padre Abraham (Lucas 1, 73)
Al amanecer, los judíos se confabularon y se comprometieron bajo juramento a no comer ni beber, hasta no haber matado a Pablo. (Hechos 23, 12)
Fueron al encuentro de los sumos sacerdotes y los ancianos, y les dijeron: «Nosotros nos hemos comprometido bajo juramento a no probar nada antes de haber matado a Pablo. (Hechos 23, 14)
No les creas. Es una emboscada que le preparan más de cuarenta de ellos, comprometidos bajo juramento a no comer ni beber hasta haberlo matado. Ya están dispuestos y sólo esperan tu consentimiento». (Hechos 23, 21)
Los hombres acostumbran a jurar por algo más grande que ellos, y lo que se confirma con un juramento queda fuera de toda discusión. (Hebreos 6, 16)
Por eso Dios, queriendo dar a los herederos de la promesa una prueba más clara de que su decisión era irrevocable, la garantizó con un juramento. (Hebreos 6, 17)
De esa manera, hay dos realidades irrevocables -la promesa y el juramento- en las que Dios no puede engañarnos. Y gracias a ellas, nosotros, los que acudimos a él, nos sentimos poderosamente estimulados a aferrarnos a la esperanza que se nos ofrece. (Hebreos 6, 18)
Además, todo esto ha sido confirmado con un juramento. Porque, mientras los descendientes de Leví fueron instituidos sacerdotes sin la garantía de un juramento, (Hebreos 7, 20)
Jesús lo fue con un juramento, el de aquel que le dijo: Juró el Señor y no se arrepentirá: Tú eres sacerdote para siempre. (Hebreos 7, 21)
La Ley, en efecto, establece como sumos sacerdotes a hombres débiles; en cambio, la palabra del juramento -que es posterior a la Ley- establece a un Hijo que llegó a ser perfecto para siempre. (Hebreos 7, 28)