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En todas las tribus de Israel se escuchaba la misma queja: «El rey nos libró de nuestros enemigos, nos salvó de los filisteos y ahora tuvo que huir lejos de Absalón. (2 Samuel 19, 10)
Los gabaonitas respondieron: «No tenemos queja contra Saúl y su familia por asunto de oro o de plata; tampoco queremos que muera nadie de Israel.» David insistió: «Haré por ustedes lo que me digan.» (2 Samuel 21, 4)
y una de ellas presentó así su queja: «Yo y esta mujer vivíamos en una misma casa y he tenido un hijo estando ella conmigo. (1 Reyes 3, 17)
Mi alma está hastiada de la vida, por lo que daré libre curso a mi queja, hablaré de mi amargura. (Job 10, 1)
«Hoy aún es rebelde mi queja, no puede mi mano acallarla en mi boca. (Job 23, 2)
Señor, escucha mis palabras, y a mi queja pon atención. (Salmos 5, 2)
Que hasta ti llegue la queja del prisionero; con tu potente brazo salva a los condenados a muerte. (Salmos 79, 11)
¡Cielos y tierra, oigan! Escuchen la queja de Yavé: «Crié hijos hasta hacerlos hombres, pero se rebelaron contra mí. (Isaías 1, 2)
La gente se queja en las calles porque no hay vino, la alegría ya no se ve y las fiestas han desaparecido del país. (Isaías 24, 11)
Miren cómo Ariel se queja por la calle y cómo lloran amargamente los embajadores que venían en son de paz. (Isaías 33, 7)
Sí, una queja llega desde Sión: «¡Ah, qué arruinados y avergonzados estamos! Tener que abandonar la patria y ver nuestras casas destruidas.» (Jeremías 9, 18)
Pues, ¿de qué se queja el hombre, el hombre que vive a pesar de sus pecados? (Lamentaciones 3, 39)
