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Estén atentos, permanezcan firmes en la fe, compórtense varonilmente, sean fuertes. (I Corintios 16, 13)
En efecto, todas las promesas de Dios encuentran su «sí» en Jesús, de manera que por él decimos «Amén» a Dios, para gloria suya. (II Corintios 1, 20)
Porque no pretendemos imponer nuestro dominio sobre la fe de ustedes, ya que ustedes permanecen firmes en la fe: lo que queremos es aumentarles el gozo. (II Corintios 1, 24)
Ya que poseemos estas promesas, queridos hermanos, purifiquémonos de todo lo que mancha el cuerpo o el espíritu, llevando a término la obra de nuestra santificación en el temor de Dios. (II Corintios 7, 1)
Las promesas fueron hechas a Abraham y a su descendencia. La Escritura no dice: «y a los descendientes», como si se tratara de muchos, sino en singular: y a tu descendencia, es decir, a Cristo. (Gálatas 3, 16)
Ahora bien, les digo esto: la Ley promulgada cuatrocientos treinta años después, no puede anular un testamento formalmente establecido por Dios, dejando así sin efecto la promesa. (Gálatas 3, 17)
Porque si la herencia se recibe en virtud de la Ley, ya no es en virtud de la promesa. Y en realidad, Dios concedió su gracia a Abraham mediante una promesa. (Gálatas 3, 18)
Entonces, ¿para qué sirve la Ley? Ella fue añadida para multiplicar las transgresiones, hasta que llegara el descendiente de Abraham, a quien estaba destinada la promesa; y fue promulgada por ángeles, a través de un mediador. (Gálatas 3, 19)
¿Eso quiere decir que la Ley se opone a las promesas de Dios? ¡De ninguna manera! Porque si hubiéramos recibido una Ley capaz de comunicar la Vida, ciertamente la justicia provendría de la Ley. (Gálatas 3, 21)
Pero, de hecho, la Ley escrita sometió todo al pecado, para que la promesa se cumpla en aquellos que creen, gracias a la fe en Jesucristo. (Gálatas 3, 22)
Y si ustedes pertenecen a Cristo, entonces son descendientes de Abraham, herederos en virtud de la promesa. (Gálatas 3, 29)
¡Observar los días, los meses, las estaciones y los años! (Gálatas 4, 10)